Es humano. Lo que recordamos con especial querencia y amor lo magnificamos hasta convertirlo en algo maravilloso por lo entrañable, algo que protegemos a modo de conservación y defensa propia en lo más recóndito de nuestro corazón, en el rincón de lo intimo y privativo, quizás por ello, involuntariamente podemos llegar a sobredimensionar y distorsionar la realidad, no la verdad. Manda el corazón.
Con los malos recuerdos es diferente, ahí podemos dirigir nuestra voluntad, elegir lo que hacer con ellos y de hecho llegar hasta olvidar de forma selectiva, apartando y retirando lo que nos interese de la balda almacén de los recuerdos. Es así. Manda la cabeza.
Con los recuerdos forjados por nefastas experiencias ya es otra historia, la cosa cambia y mucho. Dependiendo de la edad, esas sensaciones y vivencias tan negativas pueden llegar a marcar de por vida, a forjar una personalidad e incluso para según que asuntos canalizar una respuesta, un proceder y una postura muchas veces intransigente en según que asuntos. Ahí no puede entrar el olvido, ahí no cabe la manipulación del tiempo, ahí manda la influencia de la profundidad, del impacto emocional, del dolor de la verdad, de una realidad presente y tangible que inyecta lo peor de uno mismo en el cerebro llegando a repudiar y odiar de una forma descomunal y además voluntaria, consciente, sin atenuantes y declarada abiertamente, sin rubor ninguno.
Al final te das cuenta que la realidad es tan subjetiva que se confunde con la verdad y el presente depende del ayer para mañana solo ser recuerdos del futuro.
Nada, cosas mías.