jueves, 3 de septiembre de 2015

Se llamaba Aylan.


Se llamaba Aylan y tenía tres años. Es una imagen que parte el alma, una foto terrible que mañana será olvidada, un drama con el que hay que terminar y hacerlo ya. Era un niño culpable de su inocencia, de su afán por jugar, vivir y disfrutar como cualquier otro niño de su edad, era un niño reo de su nacionalidad, del pánico a morir degollado, del horror sembrado por un imaginario estado de mierda que no es sino el irracional, salvaje y criminal fanatismo de una secta, religión o lo que sea esa mierda islámica.
No hay solución contra la maldad, hay que acabar con esa crueldad, hay que arrasar la depravación de la faz de la tierra, hay que eliminarlos y hacerlo sin miramientos, sin pensar, sin dudar, hay que alzarse, coger las armas y rebelar las almas, hay que defender la vida con la muerte, hay que matar para dejar vivir, sin miramientos, sin reparos, sin complejos.
Se llamaba Aylan y tenía tres años, ha muerto huyendo de la muerte, del terror indiscriminado, de las bombas generalizadas, del degollamiento colectivo, de la intolerancia y lo intolerable, de la daga fácil de unos malnacido asesinos.
Hay que hacerlo y hacerlo ya, hay que acabar con ellos, con la muerte segura, con el pánico, con la huida hacia la vida, con la miseria, la desgracia y los muertos en la orilla.
Hay que hacerlo por ellos, por todos. 
Solo era un niño, se llamaba Aylan y tenía tres años.

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